Llegamos a Varanasi (Benarés) en nuestro comodísimo avión «gran burbuja». En el aeropuerto nos esperaba un taxista de origen nepalí que nos llevó por aquellas calles de tránsito indescriptible: motos, bicicletas, rickshaws, coches, personas, animales…, polución, calor, sudor, olores.. Nos fuimos impregnando de todo aquello mientras observábamos aquella estampa tan habitual en la India. 

Por fin nos introdujimos en las estrechas calles del barrio antiguo hasta que debimos descender del auto pues sólo eran transitables en bici, en moto o a pie. A mis pies tuve que observar una de esas escalofriantes imágenes a las que no pude nunca acostumbrarme y que me hacen recordar de modo agridulce aquel viaje. Una mujer estaba sentada en el suelo, con los pechos al aire, un trapo envuelto en su cintura y rapada su cabeza. Llacía allí, en medio del caos. Era una prostituta, la policía les rapa la cabeza cuando las detienen, para «marcarlas», pues el que las mujeres tengan el pelo largo es un signo de decencia… Es terrible, en aquel lugar donde tanta gente sufre, las mujeres y los niños siguen padeciendo aún más los males de la pobreza y del machismo que se combinan creando el peor de los infiernos.

Con esa imagen en mi mente nos introdujimos en las callejuelas donde todo parecía más tranquilo: la gente conversaba en los portales, en los pequeños puestecillos vendían de todo, los niños jugaban y las boñigas de vaca «asfaltaban» el pavimento.  

Nos alojamos en el hotelito Shiva Ganges View, justo frente al Ganges. Desde la habitación se observaban unas espectaculares vistas de la curva del gran río. El agua, de un color marrón pastoso, fluía hacia el norte. Estábamos junto al Manasrrowar Ghat. Un rebaño de enormes búfalos negros tomaban un baño mientras su pastor les lavaba con mimo, les rascaba la cabeza y les masajeaba.   

Es realmente complicado rememorar las experiencias allí vividas. En Varanasi está la esencia de la India, nada te deja indiferente, todo tiene un gran poder de atracción. Es una ciudad caótica, fácilmente criticable, pero hay que olvidarse del caos, de la suciedad, de la contaminación y observar tranquilamente la bulliciosa vida a orillas del Ganges. Aquí confluyen dos ríos, al norte el Varuna, al sur el Assi. Según me contaron, en el primer libro sagrado de los hindúes, el Veda, se le da este nombre qué significa «el lugar que atrae a todo el mundo». Parece que ya existía en el año 3.000 a.C.  

El río Ganges está fuertemente contaminado. Los planes para su saneamiento han fracasado. Antiguamente se le atribuía una pureza legendaria, hoy está plagado de desechos químicos, de fertilizantes, de bacterias y de restos fecales que superan en decenas los límites permitidos.   

Varanasi es especial, es una mezcla tan grande de sensaciones, de colores, de gentes, de templos, de olores, de miradas…, de agua, de humedad, de jacintos flotando.. Los niños se bañan y disfruta de sus juegos, los hombres «lavan» la ropa, las mujeres se «asean», los peregrinos hacen las abluciones, los enfermos esperan la muerte. Según la tradición hindú, quien muere en Varanasi queda liberado del eterno ciclo de las reencarnaciones: su alma será libre para siempre. Es por ello que ancianos y enfermos acuden hasta allí. También por ello los maharajás construyeron suntuosos palacios donde descansar cuando se acercara su final.   

Probablemente, para cualquier extranjero, resulta en gran medida incomprensible. Todo va más allá de la racionalidad, del «sentido común», depende de la fe, de la costumbre, de la cotidianeidad, de la realidad social… Sin duda resultó una experiencia especial aunque, si os soy sincera, no creo ser capaz de repetirla. Nos sentimos muy extrañas allí. Sin querer te introduces en la vida de los demás, en su privacidad. Intentamos observar sin dejar de ser conscientes de que todo aquello que estábamos viendo era real. Allí sentadas en una barca, mientras éramos observadas y observábamos, nos dejábamos introducir en un espectáculo que se ha convertido en una atracción turística y nos negamos a cruzar una frontera que muchos turistas cruzan. No fuimos capaces.   

El ambiente era bochornoso, humedad y calor intensos, casi no se distinguía el horizonte entre el Ganges y el cielo. Las cenizas flotaban en el río, entre caléndulas y restos de las hogueras. Algunas personas rezaban, otras meditaban. Por la mañana, la mayoria se lavaba para después ir al templo y, más tarde, a trabajar. Cuando salió el sol todo se llenó de color. Mucha gente se bañaba, hablaban, reían y hacía los rituales del amanecer.   

Por la noche salimos a navegar y descendimos el río en dirección norte. La orilla occidental bullía de actividad, los preciosos palacios abandonados y los templos, creaban una cuadro indescriptible. En el Ghat Dasashwamedh había mucha gente. Es el principal lugar de encuentro para las abluciones de la mañana. Cerca está el templo Vishvanath por lo que mucha gente acude allí antes de sus rezos. Seguimos navegando y llegamos al Ghat Manikarnika que es en el que se realizan la mayor parte de las incineraciones. Dicen que en este lugar el fuego no cesa nunca. Grupos de hombres esperaban tranquilos junto a su difunto envuelto en un sudario blanco, dispuesto sobre una camilla de bambú y cubierto de caléndulas de intensos colores. Fue muy incómodo introducirnos en la vida de aquellas personas. Algunos familiares preparaban a sus difuntos, les lavaban la cara y los pies; otros amontonaban las piras de leña, varias hogueras ardían intensamente… Un «tipo cazaturistas» se metió en nuestra barca e intentó convencernos para bajar y acercarnos a las hogueras. En realidad, aquel lugar está reservado para los hombres, las mujeres de la persona fallecida quedan en casa, sin embargo, las turistas si podemos entrar y pagar unas rupias a cambio. Nos pareció tan terrible ver como otros accedían…   

Mientras, los indios allí sentados entre las piras funerarias transmitían una enorme sensación de serenidad. Ellos conviven con la vida y la muerte con naturalidad. Fue una gran lección de vida para nosotras. Mientras queman a sus difuntos, la vida sigue. Hacen sus ritos y viven plenamente conscientes de que esperan lo mismo y de que, tras las muerte, habrá una vida mejor. Esto también les lleva a vivir con una resignación insoportable para nosotras, a asumir la injusticia, a aceptar un presente nefasto para ellos mismos y una gran parte de sus conciudadanos. Pero es inevitable intentar ponerse en su lugar: cuando uno vive en condiciones tran precarias, es comprensible desear algo mejor en una próxima vida. Mientras, nosotras, nos sentíamos tan afortunadas, tan llenas de vida en medio de tanta muerte, tan sanas en medio de tanta enfermedad, tan limpias en medio de tanta suciedad, tan respetadas… Que no podíamos permitirnos desear algo mejor. 

Se necesitan 300 kg de madera para asegurar la cremación completa en unas tres horas. Si la madera es de sándalo, el tiempo se reduce a dos horas. Cuando el cuerpo arde, se dice que los cinco elementos que lo forman regresan cada uno a su lugar, gracias al fuego. Es el primogénito del difunto quien prende la hoguera dando cinco vueltas a su alrededor. Por supuesto, no todas las familias disponen de recursos para pagar los 300 kg de madera. Por ello, no siempre la incineración es completa. Sea como fuere, los restos son lanzados al gran río sagrado…     

Regresemos al hotel compungidas, abrumadas por la visión de aquel mundo en el que conviven la serenidad y la eternidad junto a la inmundicia y la precariedad. La luna se elevó preciosa mientras nosotras intentábamos asimilar lo que habíamos visto.   

Nuestra última tarde la pasamos tranquilas en la terraza del Lotus Lounge Restaurant. Un lugar precioso junto al río, lleno de flores. Era extraño estar allí, en aquella «isla», sabiendo que la miseria nos rodeaba por todas partes. Pero también oíamos las risas de los niños jugando. Reflexionábamos. Probablemente fue en aquella ciudad de la India en la que más relajadas nos sentimos. Por encima de lo que tenemos, de lo que somos, de lo que padecemos, está la asumción de nuestra realidad y del mundo en el que hemos nacido, del lugar en el que vivimos. Nuestra realidad, sea cual sea, es la nuestra y nadie puede arrebatárnosla. Valga un recuerdo para aquellos que apreciándola, se niegan a aceptarla y luchan por mejorar la situación de las personas que viven en aquellas circunstancias.

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