Recorrimos el valle del río Satluj tras descender los 17 km de la carretera que lleva a Sarahan, mientras este pueblo se quedaba encaramado allá en lo alto. Nuevamente nos encontrábamos en la famosa vía del Indostán que une la India con el Tibet. Es una preciosa carretera, tallada en la propia montaña como si una oruga minadora hubiese ido horadando un camino con vistas al exterior.

Las paredes verticales se elevaban majestuosas y, en algunos tramos, nos parecía imposible poder pasar por allí. Nuestro experimentado chofer maniobraba cuando coincidíamos en algún tramo estrecho con un camión o un autobús. En los puentes debíamos respetar el turno para poder cruzar y nosotras aprovechábamos para pasear, tomar fotos o observar los árboles enganchados a los riscos cual equilibristas.

Un poco antes de llegar a Watlug, el valle empezó a transformarse en un gran hormiguero que bien podría haber servido de escenario al infierno de Dante. Cientos de máquinas y miles de personas trabajaban entre el polvo y las piedras contruyendo ingenios hidráulicos para obtener la electricidad que el país necesita. Entre el polvo, camiones, excavadoras, cemento y hormigón,  hombres, mujeres y niños, todos menuditos, envejecidos por el sufrimiento y la resignación, trabajaban como picapedreros incapaces de imaginar una vida mejor. Bebés destinados ya a ese futuro dormían sobre las espaldas de sus madres que trituraban las piedras con simples mazas. Hombres y mujeres transportaban las piedras sobre sus espaldas. Ayudaban así en la perforación y construcción de largos túneles de hasta 7 km por donde se canalizará el agua a gran presión que llegará hasta las modernas centrales hidroeléctricas.

Aquella visión fue como encontrarnos delante de una obra de la magnitud de las grandes pirámides de Egipto o de la Gran Muralla china en el siglo XXI. Allí las personas eran simples herramientas utilizadas en beneficio de una nación que necesita energía y la obtendrá gracias al esfuerzo de tantos desconocidos, innombrados y olvidados. De todo esto no hablaba nuestra guía para turistas occidentales que «vamos por libre». Tantas vidas sacrificadas como las hormigas y las abejas hacen por su comunidad. Por menos de 2000 INR (40 €) al mes trabajaban para las empresas, algunas de ellas europeas, que llevaban a cabo esta obra faraónica ¿No podrían ofrecerles al menos lugares dignos donde vivir, escuelas para los niños, un lugar donde entretenerse en sus escasas horas de descanso e impedir que tuvieran que guarecerse bajo chapas de hojalata cuando diluvia, sopla el viento o el sol abrasa el valle?

Cubiertas de polvo seguimos trayecto hacia Karcham donde uno de esos inmensos túneles lanzaba millones de litros de agua junto a la central hidroeléctrica.  Iniciamos el ascenso hacia el valle del río Baspa. El paisaje fue mejorando y la serpenteante carretera nos regalaba imágenes indescriptibles. Nos cruzamos con autobuses llenos de gente, hasta el techo servía de asiento y nos preguntábamos cómo eran capaces de soportar sin miedo aquel trayecto junto al enorme precipicio. Preciosas casas se encaramaban en las laderas, con sus tejados de pizarra, rodeadas de pequeños huertos. Ante nosotras se abrió el inmenso valle y, al fondo, el macizo del Kinner Kailash (6.050 m) se elevaba sobre Sangla, un tranquilo y acogedor pueblo tibetano.

Es evidente que tanto cultural como geográficamente, esta región es nepalí. El hinduismo se infiltra en sus constumbres y creencias pero su origen les une a los pueblos del Nepal. Sus habitantes, incluso siguen las telenovelas del país vecino: sus telenovelas nos recordaban a las películas de Manolo Escobar o Alfredo Landa; historias de amores y envidias rodadas en las altas estepas de la cordillera y siempre acompañadas de canciones pegadizas.

En Kamru, antigua capital del Imperio Bushahr que gobernó Kinnaur, recorrimos sus inclinadas calles. ¡Qué casas tan bonitas! Sus tejados de pizarra estaban cubiertos de albaricoques puestos a secar para después conservar o hacer licores. Las puertas talladas, las paredes de granito y algunos detalles pintados en colores daban al lugar un aspecto muy alegre y acogedor. En la plaza varios obreros y carpinteros trabajaban afanosos y nos miraban como si fuesemos extraterrestres. Seguimos ascendiendo hacia el templo entre huertos llenos de flores de calabaza y de «morning glory», por todas partes crecían matas de marihuana que es allí una malahierba silvestre.

Para poder entrar al Templo de Kamakhya Devi, del siglo XV, debimos ponernos los tradicionales gorritos de fieltro verde que utilizan habitualmente en este lugar, además de descalzarnos y atarnos una cinta de trapo a la cintura, según indican las normas del decoro. El amable y simpático militar que controlaba el acceso nos hizo saber las normas y nos advirtió que estaba prohibido entrar a las mujeres que tenían la menstruación.
Por supuesto que, el destino se alió con nosotras en aquellos días, o quizá no, pero confiamos no haber perturbado la paz de los moradores de aquel viejo rincón del mundo…
Para finalizar nuestra estancia en el valle de Sangla visitamos el Templo de Bering Nag y los bosques cercanos donde majestuosos árboles nos acompañaban. No cabía más que reverenciarlos, que observarlos detenidamente, sin prisas y pasear tranquilas, al ritmo que debieron crecer durante siglos.

Para continuar nuestro viaje hasta Racksham y Chitkul nos vimos obligadas a dejar nuestro coche porque una avalancha de piedras, tierra y agua había destrozado uno de los puentes y varios tramos de la carretera. Cuando llegamos hasta allí quedamos paralizadas ante las toneladas de sedimentos allí acumulados. Seguimos a pie los dos kilómetros que nos separaban del pueblo y nos alojamos en casa de un simpatiquísimo nepalí que nos esperaba con una aromático té. Era además un cocinero excelente y aquella noche saboreamos sus platos vegetarianos gustosamente.

Chitkul no estaba demasiado lejos pero, nuevamente, debimos caminar unos 10 km bajo la lluvia para lograr nuestro objetivo. Tuvimos que cruzar torrentes de aguas bravas y acúmulos de barro y troncos pero mereció la pena ele sfuerzo. Llegamos empapadas, una familia nos ofreció comer en su casa. Sobre una enorme cama nos relajamos tras quitarnos la ropa húmeda. Allí mismo nos sirvieron un excelente té azucarado con cardamomo y pimienta. Fuimos entrando en calor y degustamos aquellas lentejas con arroz exquisitas que aún recuerdo y que nos ayudaron a recuperar las fuerzas suficientes para visitar el pueblo y sus templos.

Nos encantó compartir unos minutos con unos artesanos meticulosos que trabajaban la madera y la plata de modo impecable. Los campesinos recogían la cosecha, acumulaban leña, las vacas pacían y los niños correteaban por todas partes. Como siempre, las mujeres se llevaban la peor parte, además de trabajar intensamente llevaban adelante el cuidado de la casa y de sus hijos.

Regresamos de nuevo a pie hasta el lugar donde nos esperaba un jeep. Disfrutamos del paisaje que se nos ofrecía majestuoso. Los torrentes bajaban con fuerza desde las montañas cargados de las aguas de los glaciares. A pesar de que varios puentes habían desaparecido la vida seguía pues era necesario prepararse para sobrellevar el otoño y el invierno que ya se anunciaban.

Nos preguntábamos cómo los 600 habitantes de aquel poblado lograban sobrevivir cada año a la dureza de los fríos meses de invierno. Nosotras regresábamos nuevamente rumbo al sur. Sin duda, dos mundos muy diferentes entre sí, en un mismo país cuya población crece desmesuradamente condicionando la vida tranquila de los habitantes de estos aislados valles. No sé si regresaremos a India pero, sin duda, a cualquier viajero recomendaría conocer estos profundos valles únicos y casi inalcanzables.

Para serguir viajando por la India:

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