De lo que no se puede hablar, hay que callar” es la célebre sentencia séptima del Tractatus lógico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como uno de los mayores filósofos del siglo XX. Pocas frases sobre la necesidad de callar han dado tanto que hablar… 

En 1913 Wittgenstein descubre Skjolden, un pueblo noruego junto al fiordo de Sogn, al norte de Bergen. La necesidad de habitar el silencio y la soledad fue lo que le llevó a instalarse allí, en una rústica cabaña que hizo colgar de la ladera de la montaña unos pocos metros por encima del fiordo.

Es emocionante visitar los lugares de los que emergió una idea. Ya lo vivimos en Walden, el lago de Nueva Inglaterra que inspiró la obra homónima del escritor Henry David Thoreau. Visitar la cabaña de Wittgenstein, en Noruega, nos reportó un placer sencillo y tonificante. Además, nos compensó el no poder disfrutar de los paisajes que inspiraron al pensador noruego Arne Naess la idea de la ecología profunda, en Tvergastein.

 

Pese a su ocupación académica como lógico, es la búsqueda existencial lo que aboca a Wittgenstein al silencio. Por eso asocia la necesidad de callar al campo de la ética o, incluso, al de lo sagrado. Collo no dice que estos campos carezcan de lógica o sentido, más bien muestra que es un sentido es inefable.

Wittgenstein apunta a la dificultad que sufrimos a la hora de hablar sobre lo que da sentido al mundo o a la propia vida y descubre que la dificultad no se debe a ninguna incapacidad nuestra, sino a la naturaleza intrínsecamente inexpresable de lo que es realmente grande para nosotros. Él mismo lo apuntó en un fragmento escrito entre los años 1929 y 1930: «Es decir: veo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia». 

Detalles del interior de la cabaña

Esta idea está asociada a lo sublime, tal como lo entendía Immanuel Kant, como aquello “cuya representación determina el espíritu a pensar la inaccesibilidad de la naturaleza como exposición de ideas.” Un definición un poco técnica que apunta al asombro que sobrecoge el alma humana ante la contemplación de algo que la sobrepasa hasta hacerla sentir el placer vertiginoso que le provoca su propia insignificancia.

 

«Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de sí desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc, reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. […] llamamos gustos sublimes a esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario».

 

Erling Kagge, el filósofo explorador noruego que llegó a pie los tres polos (el Norte, el Sur y el Everest) y que ha escrito El silencio en la era del ruido, se hace eco de otra cita de Kant que remite a lo sublime: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”.

La contemplación de la naturaleza y de la profundidad del propio ser como vías de acceso a la sublime experiencia del silencio. Quizás sea esto lo que resuma la aventura filosófica de Kagge: “Creo que todos podemos y debemos encontrar el silencio en nuestro interior. Siempre está allí, incluso cuando estamos rodeados de ruido.”

Sumido en sus aventuras en los reinos silenciosos de los polos y de la cima del mundo, Kagge descubrió la grandeza de lo que no puede ser dicho: el silencio. Y aprendió a volver sobre sus pasos, en medio del ruido ensordecedor del mundo que nos envuelve. Su obra nos muestra el camino hacia el silencio: “En sí mismo, el silencio es enriquecedor. Es una calidad, exclusiva y lujosa. Una llave para abrir puertas a nuevas formas de pensar. No lo considero una renuncia ni una cosa espiritual, sino un recurso práctico para tener una vida más completa. Dicho de otra manera: una manera más profunda de experimentar la vida, que no solo sea encender la televisión y ponerse a mirar las noticias una vez más.”

¿Dónde está la cabaña de Wittgestein?

A 290 km al noreste de Bergen y a 360 km al norte de Oslo está la réplica de la cabaña que Wittgenstein la construyó en 1913. Allí se retiró a vivir, escribir, reflexionar… a pensar. Desde aquella cabaña podía admirar las tranquilas aguas del lago Eidsvatnet, situado junto a la cabecera del Lustrafjorden. Por su abandono, solo quedaban los pilares de sus cimientos, pero  hace una década fue reconstruida gracias a los esfuerzos de un grupo de personas que la cuidan y mantienen. El acceso es libre, siguiendo un sendero precioso que bordea el lago. El último tramo es bastante empinado y requiere de buen calzado. Hay un aparcamiento gratuito junto a la enorme escultura de madera de la Mano en el camping Vassbakken Kro.

La Mano junto al aparcamiento, cerca de Fortun

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