Ayer llegamos a Valparaiso. Era una tarde fría y húmeda. Un taxi nos dejó en la puerta de nuestro alojamiento: «Uf! Esta es una casa antigua», dijo el taxista. Su aspecto exterior era descuidado. Aunque llamamos al timbre y tres perros desaliñados ladraban azorados ante nuestra presencia, aún tardaron un buen rato en atendernos. Al fin la puerta se entreabrió y apareció la señora que nos invitó a pasar amablemente.
En el salón, transformado en dormitorio, una abuelita reposaba en su cama, y nos ofreció dejar junto a ella a Ferran, pues dormía profundamente. Techos altos, muebles viejos y un sinfin de trastos por todos los rincones de la casa, cada cual más exótico o anacrónico que el anterior, como la asombrosa colección de unicornios de porcelana o las innumerables cajas de metal amontonadas sobre los armarios y cubiertas de polvo.
La señora Nina nos condujo hasta nuestra estancia situada en la parte alta de la casa, en el antigua torre de la mansión, ahora redecorada con influencias arabescas. No sería extraño que un espíritu sugestionable percibiese en los ecos de los crujidos de la larga escalera de madera algo de la misteriosa presencia de los antiguos moradores de este viejo caserón.
Nuestros anfitriones son un antropólogo alemán y una filósofa chilena que llegaron aquí desde Hamburgo para hacer realidad el sueño que alimentaron celosamente durante diez años. Aunque ahora no están aquí, pues se han tomado un merecido descanso, su personalidad, entre bohemia y excéntrica, se hace presente hasta en los más nimios detalles de su hogar. Aquí, además, conviven cuatro generaciones: ellos con sus hijos, Nina, que es la madre de ella y también su abuela. Ello otorga a la casa un mayor sabor a historia viva y, quizás también, decadente.
Hoy el día amaneció perezoso. Un espeso manto de niebla cubría la ciudad, que parecía no querer despertar de su letargo. Arremolinada sobre los cerros, la ciudad despertaba desgreñada, como diría Neruda. Y nosotros nos hemos lanzado a descubrirla, a subir y bajar cerros, a observar su desquiciado urbanismo en el que los ruinosos edificios, y los trolebuses imperecederos se entremezclan con los ascensores y las estrechas calles cuyo loco trazado impregna incluso la vida de sus ciudadanos.
Tal vez sea este ambiente otoñal, fresco, brumoso y gris, el que nos hace experimentar un cierto decaimiento respecto a esta ciudad «porteña». Ahí está la bahía y el océano azul, allá los cerros con sus casas de vivos colores, la ciudad bulliciosa y abierta al mundo, un pasado glorioso construído por tantas gentes llegadas de tantos lugares que supieron sobreponerse a los intensos terremotos, así como a otros muchos desastres. Pero no los vemos.
Al pasear por las calles del Plan, junto al puerto, nos parece estar en el New York de los años ’20. Grandes edificios albergan los suntuosos bancos en donde antaño se registraban las importantes transacciones económicas asociadas a la bulliciosa actividad comercial del puerto. Al subir a los cerros, descubrimos las preciosas mansiones construidas por los emigrantes alemanes e ingleses llegados aquí en el siglo XIX, contribuyendo al prodigioso auge de Valparaiso.
Pero hoy el día está gris y todo este deslumbrante dinamismo parece tan sólo el fantasma de un tiempo pasado que no ha de volver. Parece como si el tiempo corriera en contra de esta ciudad y que en su incesante correr la dejase día tras día desmejorada.
¿A dónde vas Valparaiso?
En cada esquina, en cada calle, en cada iglesia y en cada plaza encontramos testimonios de personas que han dejado aquí su impronta, contribuyendo a forjar la singular personalidad histórica de esta ciudad. Esto mismo fue lo que supieron reconocer algunas personas, hace unos años, y por ello promovieron, con gran esfuerzo, su reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad. Falta ver si el testigo que ellos han dejado es recogido por los porteños para tratar de devolver a esta ciudad su propia y distintiva vitalidad.
Estas sensaciones nostálgicas son como la humedad del mar, se nos han metido en el cuerpo, haciéndonos difícil gozar plenamente de los encantos de este lugar. Sin embargo, lo hemos intentado. En muchos rincones hemos descubierto detalles singulares y, por primera vez, hemos pensado en comprar un recuerdo para nuestra casa: un cuadro de vivos colores que retrata el alma alegre de esta ciudad. Hemos pensado con añoranza en nuestro hogar. Y es por ello que nos hemos ilusionado con la posibilidad de evocar, una vez allí, Valparaiso con la misma dulce sensación que hoy nos embarga al pensar en quienes nos esperan y en nuestro cálido y luminoso mar.
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Tengo un ilusionante sentido de la vida. Estoy convencida de que las personas podemos cambiar el mundo trabajando personal y localmente a través de proyecto colaborativos. Me gusta compartir con mi familia experiencias motivadoras y enriquecedoras. Y difundir algunas de ellas en este blog sobre «nuestro viaje por la vida».
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