Visitar la casa de personajes ilustres es uno de los privilegios de los que disfrutamos en esta época frívola y chismosa en la que vivimos y que ya no respeta la sutil zanja que separa lo público de lo privado. La invasión de lo privado o el proceso inverso -la publicitación de la vida privada- están a la orden del día o, como decimos hoy: son un trending topic que se alimenta de la conformidad explícita («me gusta») de millones de seguidores. Es un síntoma inequívoco de la mayor pandemia de nuestro tiempo: la soledad. Como diría Freud, es un síntoma del malestar de la cultura.

En el caso de Freud, visitar su casa en Viena supone la oportunidad de escudriñar, incluso, en el inconsciente del consultorio psicoanalítico de Occidente. Una tentación difícil de resistir, en verdad.

En si, la casa no es más que un domicilio típicamente burgués. Hoy el inmueble está casi vacío. Son pocos los bienes y enseres personales de la familia Freud que se salvaron del exilio y que se conserven en este apartamento que, como el de muchos otros judíos de clase media, fueron habitados por oficiales del ejército nazi durante la ocupación.

La represión no puede eliminar, no obstante, lo que el hombre guarda en su interior. Esta es la lección fundamental de Freud. Los deseos y temores inconfesables que guardamos en lo más profundo del hogar, en las relaciones íntimas con aquellos que amamos, no se esfuman cuando cambiamos de domicilio o lugar de residencia. Se quedan allí, latentes, en lo profundo del hogar, para salirnos al paso de forma imprevista en los sueños y fantasías inconscientes.

Visitantes a la casa-museo de Freud ojean el cuadernillo informativo

La casa de Freud tenía la clásica estructura dual del hogar del doctor burgués: una parte privada, para la familia, y otra pública, para los pacientes. Sin embargo, el quehacer psicoanalítico de Sigmund (y después de su hija Ana), hizo desvanecerse esta aparente duplicidad.

Médico, cúrate a ti mismo. Esta debió ser la máxima que siguió Freud para el desarrollo de su terapia.

Quizás por esto no hay estancia más suculenta en la casa para los mórbidos amantes del psicoanálisis que la habitación en la dormía -y soñaba- el maestro de la interpretación de sueños. Vacía hoy, la habitación sigue atiborrada de las imágenes inconscientes que, como símbolos de vida y muerte, otorgaron a Freud las llaves para acceder a los profundos secretos de la mente humana.

Enfermo de cáncer, Sigmund luchó toda su vida contra la muerte. Esta le asediaba sin descanso, de día y de noche. En el plano consciente y en el inconsciente. Todo tratamiento y operación eran solo batallas de resultado incierto en una guerra perdida de antemano. Los poderosos placeres de la vida – el principio de Eros- sucumbían ante el ineludible y fatal destino de la muerte -el principio de Thanathos.

La represión o la negación de los propios temores no los hacían desaparecer en absoluto, e imaginar o soñar una milagrosa sanación tampoco le permitían exiliarse del dolor o la angustia.

En un tiempo en el que las ideologías totalitarias se erigían como poderosas neurosis colectivas para huir de los propios temores y sublimar los deseos colectivos inconscientes, Freud descubrió que vivimos dominados por dichos temores y deseos inconscientes de los que tratamos de huir o que intentamos satisfacer desesperadamente.

El único camino transitable, la única terapia viable es enfrentarnos a ellos con coraje, reconocerlos y aceptarlos. Porque solo nos liberamos de aquello que nos domina cuando reconocemos y aceptamos la dominación a la que hemos sucumbido. Solo entonces tenemos la fuerza necesaria para librarnos de las cadenas del deseo y del temor. Su aprendizaje personal aún sigue siendo válido. Aún nos falta el coraje suficiente para entrar en la habitación de los sueños.

 

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