Hace hoy 24 años celebraba mis 16 añitos en Funchal, capital de la isla de Madeira. Aquella noche, después de haber pasado la jornada visitando esa preciosa isla volcánica de grandes acantilados bañados por el océano Atlántico, nos vimos celebrando una original fiesta de disfraces en la que los 500 pasajeros de aquel barco nos involucramos desarrollando nuestra imaginación para inventar los trajes más diversos y originales con los escasos elementos que teniamos a nuestra disposición.

Nos habíamos conocido unos cuarenta días antes viajando en tren nocturno desde Madrid a Cádiz.  Algunos se habían encontrado ese mismo verano grabando el programa emitido por TVE que consistía en un sencillo concurso para seleccionar a los participantes en un maravilloso viaje. Fue un momento emocionante pero también injusto y triste pues cada día se descartaban 4 jóvenes ilusionados como nosotros en emprender esa aventura. Todos habíamos logrado ser seleccionados para el concurso televisivo tras pasar una dura selección presentando un trabajo personal en el que habíamos puestos nuestras esperanzas. Por desgracia, para algunos de esos chicos y chicas, sus ilusiones se quedaron en aquel plató televisivo.

De regreso a casa: los 500 expedicionarios, sus profesores y monitores en la proa

Si no me falla la memoria, el 13 de septiembre llegamos a Cádiz y allí, en su puerto, nos esperaba el ferry J.J.Sister que habitualmente cubría la ruta entre la península y las Islas Canarias. Rebautizado «Guanahani» para cruzar el océano cada mes de septiembre, iba a transportar a jóvenes de 15 y 16 años de más de 20 países en una experiencia que marcaría sus vidas para siempre. Estaba bien engalanado con las banderas de todos los países que representábamos: los países latinoamericanos, España y Portugal, además de cinco estudiantes de la URSS y otros cinco estadounidenses ¡¡¡Era, para muchos de nosotros, la primera navegación y nos íbamos a América en aquel barco!!!

Aquel sería probablemente el mayor intercambio cultural de nuestra vida. Embarcados en aquel aula navegante nos disponíamos a vivir una gran aventura acompañados por personas desconocidas que pronto pasarían a formar parte de recuerdos únicos e irrepetibles. Se convertirían en amigos que aún hoy permanecen a nuestro lado a pesar de que nuestras vidas nos sitúen en puntos muy distantes del globo. Pero, sobre todo, sería una oportunidad para experimentar aquello que cualquier joven de esa edad debería tener a su alcance: la libertad, el contacto con muchas personas diversas y la aproximación al mundo natural. Elementos imprescindibles para tomar consciencia de quienes somos los seres humanos y cuál es nuestro lugar en el mundo.

Nos disponíamos a rememorar el IV viaje que hiciera Cristóbal Colón en sus idas y venidas al continente americano. Todo estaba atado y bien atado, bien organizado por Miguel de la Quadra Salcedo, los monitores, los profesores y diverso personal que se encargaba de hacer la vida de los 500 adolescentes aventureros lo más agradable y divertida posible. Era necesaria una gran coordinación para manejar a un grupo de pasajeros tan numeroso y deseoso de vivir una experiencia irrepetible.

La travesía hasta el Nuevo Continente duró algo más de diez días y nos permitió llegar a la peninsula de Yucatán tras navegar frente a la isla de Cuba. Estaba previsto desembarcar en la isla caribeña pero, debido a un conflicto diplomático entre las embajadas de España y Cuba, se nos prohibió atracar nuestro barco y nos vimos obligados a seguir el trayecto hasta la costa mexicana. Habíamos logrado superar la larga navegación a pesar de los mareos que afectaron, no solo a los alumnos-expedicionarios, también a los profesores y monitores. Pero todo ayudaba a sobrellevarlos lo mejor posible: nos reuníamos cada mañana en la esplanada de popa para seguir los ejercicios de gimnasia matutina mientras amanecía, después de la ducha acudíamos a cargar las pilas con los deliciosos desayunos a base de pan y bollos recién hechos, los talleres eran muy interesantes y las sesiones de bronceado y piscina el mejor momento de la tarde. Sin duda, el gran momento del día eran las fiestas de la noche en la que los amigos caribeños, venezolanos y brasileños,  entre otros, se empeñaban en lograr que los numerosos españoles de caderas encajadas lográsemos bailar un merengue, una bachata, una salsa e, incluso,  la lambada.

En México recorrimos los vestigios de la civilización maya y las selvas que cobijaron a aquellas gentes sabias en astronomía y matemáticas antes de partir hacia Costa Rica. Allí nos sumergimos en sus fascinantes parques nacionales para descubrir a las enormes tortugas que venían a desovar, acampamos en las playas vírgenes, recorrimos la cordillera en el tren del café y descendimos el río Reventazón haciendo rafting. Continuamos nuestra navegación cruzando el Canal de Panamá para llegar a Balboa y Portobello donde aprendimos un poquito de la historia de aquellas tierras, de su pasado y su presente. Regresamos a la costa oriental del país y nuestro barco nos llevó hasta Cartagena de Indias, la bella ciudad colombiana. Y emprendimos el regreso con una primera parada en Puerto Rico para gozar de la simpatía de los habitantes de San Juan, bañarnos en sus playas y despedirnos definitivamente del continente americano.

Nuestra última escala fue la isla de Madeira, casi 40 días después de iniciada la travesía. En aquellos días algo había ocurrido en nuestro interior, de una manera o de otra ya no éramos los mismos adolescentes que nos habíamos embarcado unas semanas antes. Una experiencia tan intensa, una convivencia tan estrecha, todo era indescriptible. Compartir un pequeño camarote con otros tres amigos, esperar las colas a veces interminables, respetar la organización aunque a veces fuese pesado, establecer lazos de amistad con personas con las que nos unía, a pesar de nuestra juventud, una conexión especial…

Aprendimos a querernos y a manifestarnos nuestros sentimientos. Descubrimos que la diversidad racial, lingüística y cultural es uno de los mayores tesoros de la humanidad. Disfrutamos al sumergirnos en la naturaleza y nos sentimos por primera vez en una estrecha comunión con la Madre Tierra. Regresamos a casa y debimos gestionar las despedias, el adiós inesperado. Y descubrimos el valor de las cartas escritas de puño y letra cuando las llamadas telefónicas era privativas para nuestras familias.

Así se creó una red de relaciones que perdura en el tiempo y que sigue extendiéndose en la actual Ruta Quetzal. Son ya veintinueve expediciones en las que, cada año, 500 adolescentes tienen la oportunidad de inocularse con el virus del viajero. Este virus te infecta y se queda dentro de tí, para siempre. De una manera o de otra la semilla germina y, para siempre, tu mundo interior se extiende hacia todos los puntos cardinales del planeta. Has aprendido que el mundo es accesible y más humano de lo que nos cuentan las noticias. Sabes que allá donde vayas vas a encontrar una sonrisa amiga y que la naturaleza sigue guardando tesoros increibles que las almas libres siempre podrán alcanzar.

Probablemente, fue uno de los mejores cumpleaños de mi vida…


Muchas de las fotos han sido tomadas de la web oficial de la Ruta Quetzal.

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