Decir que África fue la cuna de la humanidad es hoy un tópico manido. Pero cuando contemplas la imponente y sobria belleza de Spitzkoppe (Namibia), ya sea en la hora del crepúsculo o durante el lúcido instante en que el Sol despunta por el Este para iluminar este colosal paisaje rocoso, un eco ancestral resuena en lo más profundo de la caverna que alberga en tu interior: eso que podríamos llamar la olvidada e inconsciente memoria colectiva que nuestra especie atesora en sus genes, tras miles de años de evolución desde nuestros primeros ancestros homínidos.

Spitzkoppe al atardecer concentra toda su magia sobrenatural

Hay algo remotamente familiar en este lugar que te conecta con la especie, con aquel deambular nómada y extraviado que fue nuestro modo de vida durante milenios, sin más compañía que el Sol, la Luna y las estrellas, en un vasto y desconocido territorio en donde los medios para sobrevivir eran escasos y la mera supervivencia una odisea singular e insólita.

Esta añoranza antropológica que se siente aquí -la nostalgia reminiscente de nuestro primer hogar- no es debida solamente a que tu memoria visual te teletransporte, al ver este lugar, a las poderosas escenas con las que Kubrik recreó el amanecer de la humanidad, al ritmo del vibrante y apoteósico poema straussiano de resonancias nietzscheanas que sirve de proemio a su increíble e impactante odisea espacial, escenas cuyos paisajes adustos y pétreos fueron filmados en este remoto paraje del desierto namibio. Hay algo más profundo e ignoto, en todo ello. Se trata de alguna clase de magnetismo. Lo notas cuando aún estás lejos, de hecho.

Maravillados ante tanta belleza bajo el arco de Spitzkoppe

Erguida en mitad de una vastísima llanura, la montaña te atrae desde la lontananza. Spitzkoppe se vislumbra como un refugio. Como un punto en el que convergen la vasta tierra y el cielo inmenso hasta tocarse. Es normal que nuestros ancestros buscasen cobijo allí. Aún hoy lo buscamos. Un lugar resguardado donde acampar y hacer un fuego con el que mantener alejados a los depredadores, cocinar y entrar en calor cuando el frío de la noche cae sobre el desierto. 

 

Ver el resplandor vibrante de las llamas y la danza de las sombras sobre las rocas, al tiempo que contemplas cómo el viento alza con fuerza las chispas hacia la oscuridad centelleante de la bóveda del cielo, por encima de las cumbres de las rocosas cimas que se yerguen a tus espaldas iluminadas por la plácida y lechosa luz de la luna llena, es un espectáculo, sin duda, difícil de olvidar.

Disfrutando de las noches de acampada bajo el cielo namibio

En noches como esta preferirías no tener que dormir nunca. En Spitzkoppe puedes gozar del silencio sólo hollado por el aullar del viento y el crepitar del fuego te permite olvidar el incesante fragor del mundo de hoy. ¿Quién no aullaría, entonces, de placer, como los chacales a la luna? Aunque no sea más que una mera ilusión, por un momento te sientes como si fueses el único humano que habita en la faz de la Tierra. Estás solo. El universo y tú. Nada más. 

Así es como debían sentirse los seres humanos primitivos. Aquella inmensa soledad les hacía compañía. Se sentían íntimamente conectados a su mundo. Por eso no se sentían solos. Jamás. No como hoy, en nuestro mundo, en donde todo el mundo vive hacinado y, pese a ello, todo el mundo se siente tan solo y desgraciado. Siempre o, por lo menos, muy a menudo.

 

Y tras la noche llega el alba. Sigilosa, rosada, de una belleza deslumbrante. Como una flor delicada que se abre en la primavera. Y el Sol resplandece luminoso, como en el instante de su mismísima creación, derramando su luz como un manto cálido y etéreo que extiende por la llanura. Es entonces cuando el día se despierta y la noche huye rauda con sus últimas sombras. Los humanos se desperezan de su letargo e inician sus quehaceres.

Barbacoa en Spitzkoppe bajo la luna llena

Es ahora cuando más nos alegramos de que hayamos planeado hacer este viaje por África de este modo. En África, el cielo es el techo del mundo. El cosmos es el hogar del africano. Y acampar es el estilo de vida natural en esta región del globo. Sólo así puedes conectar con el lugar como lo hicieron sus primeros pobladores. Sólo así percibes la estrecha conexión del ser humano con el universo.

 

Con el nuevo día nos preparamos para visitar el lugar. Desayunamos y desmontamos el campamento con la agilidad que hemos desarrollado en los últimos días. Toda tarea se vuelve un hábito eficiente cuando la haces asidua. Pronto, pues, llegamos a donde nos han citado para descubrir los vestigios del llamado Paraíso de los bosquimanos: Bushman Paradise.

Aprendiendo de la cultura y el pasado de los bosquimanos

Antes, sin embargo, visitamos el soberbio arco que preside este insigne paisaje. Ya lo vimos anoche. Nos hechizó. Pero en la mañana su porte es aún más majestuoso. Parece un altar erigido a lo largo de eones para rendir culto al universo. Contemplarlo es asistir a un milagro de la providencia cósmica. Su ancestral belleza da testimonio del gusto ciego e instintivo de la madre naturaleza.

 

El parque de Spitzkoppe es gestionado cooperativamente por la comunidad local. Los ingresos de la zona de acampada y las actividades guiadas revierten sobre los vecinos directamente. No hay intermediarios. Eso nos gusta. La hospitalidad de esta gente es sincera y su devoción por este lugar está llena de dignidad. No es sólo un medio de vida. Dar a conocer el acervo cultural de sus ancestros es para ellos motivo de orgullo. Se nota por cómo hablan de los bosquimanos, por cómo ensalzan su sabiduría sencilla, austera y esencial.

SPITZKOPPE: COMUNIDAD Y ALOJAMIENTOS

Nuestros guías nos acompañan a un abrigo rocoso oculto tras una mole de piedra que escalamos con dificultad. Allí nos muestran lo que se conserva de un mural en el que apenas se adivinan unas pocas figuras. Poco a poco nuestros ojos se acostumbran a este arte rupestre y empezamos a reconocer más figuras en los trazos sutiles y casi imperceptibles que recorren la superficie de la roca. Hay grupos de mamíferos. Y cazadores. La escena muestra la asechanza del cazador a la presa, envuelta de un ritual mágico, casi atávico. Los guías nos hablan del sigilo de los cazadores. De sus gestos y camuflajes, de los susurros y chasquidos con los que tejen un lenguaje sonoro, misterioso y gutural que sigue vivo entre los hablantes de este lugar. 

El macizo de granito rosa de Spitzkoppe tiene rincones únicos

Acto seguido, los guías nos muestran las plantas y arbustos a los que deben su nombre los bosquimanos. Nos instruyen sobre sus aromas, colores y sabores. Sobre sus usos y costumbres. Un saber precioso e imprescindible para quien debe vivir en un desierto. Después, nos explican los hábitos de los rastreadores, cargados con huevos de avestruz llenos de agua que ocultan en oquedades y hoyos que fijarán hitos y jalonarán las jornadas de las extensas rutas que les llevarán hasta las tierras lejanas en donde pastan las cebras, gacelas y jirafas que ansían cazar con sus lanzas y sus flechas.

 

Tras la visita, nuestro grupo desciende de nuevo a la llanura. Llega la hora de seguir nuestro viaje. Atrás queda el pasado del mundo. El testimonio mudo de nuestra memoria paleolítica. La roca sobre la que se estableció nuestro destino incierto y peregrino. El punto exacto donde quizás pudo empezar todo. El hogar del que salimos para nunca volver a entrar. El lugar del que partieron todos nuestros viajes.

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