Ajustando el nuevo horario a nuestras rutinas, nuestro cuerpo agotado y un poco irascibles tras haber atravesado media América del Sur. Todo ha cambiado, Chile está muy lejos y se nota: estamos rozando el ecuador geográfico, apenas a 1° latitud sur. El clima es totalmente diferente, es lo primero que sentimos al bajar del avión en Guayaquil. Aunque era la una de la madrugada, la temperatura era agradable, la brisa refrescaba la noche y la humedad tropical se pegaba en la piel.

Llegar hasta las Islas Galápagos implica pasar por un protocolizado proceso administrativo. Todo está muy bien organizado pero eso no impide que sea necesario hacer colas para superar cada uno de los controles. El primero es en el aeropuerto de salida del vuelo, allí se revisa el equipaje para eliminar alimentos que puedan llevar posibles vectores contaminantes, principalmente semillas de plantas. Por supuesto hay que pagar una tasa de 10$ por viajero y rellenar la documentación necesaria para que, una vez en las islas, te entreguen la acreditación para acceder al Parque Nacional.

Poco antes de aterrizar, el responsable de la tripulación del avión, informa al pasaje de las peculiaridades ambientales del lugar al que estamos a punto de llegar y nos avisa que van a proceder a la fumigación de la cabina. En ese momento, el personal pasa por el pasillo abriendo los compartimentos del equipaje de mano y rociando las maletas con el spray en cuestión. Cierran inmediatamente las portezuelas pero eso no impide que el tufillo inunde el avión…
Pocos minutos después aterrizamos en Baltra, la pequeña isla donde se sitúa el aeropuerto de la isla de Santa Cruz. Un par de minutos antes Ferran se duerme, está agotado por el cansancio de la noche anterior pues volamos con más de cuatro horas de retraso hasta Guayaquil debido a problemas con nuestro avión.

Pasamos el control de acceso en el recién estrenado «aeropuerto ecológico». Nos llama la atención el techado de placas solares para proteger a los viajeros en su traslado a pie desde la nave al edificio de llegadas. Allí, amablemente, revisan nuestra documentación, pagamos las tasas de entrada (100$ los adultos y 50$ los niños) y nos timbran en el pasaporte un precioso cuño con el dibujo de un tiburón-martillo y un enorme testudo, también conocido por galápago o tortuga gigante. Para mí, este insignificante detalle ya supone una gran emoción. Tomo los pasaportes como si ahora llevarán un tesoro en su interior… Siempre me ha gustado coleccionar pasaportes con las marcas de las aduanas de los países visitados, pero este especial. Es el primer paso de lo que esperamos será una gran experiencia de contacto con la naturaleza.

Ya hemos llegado pero aún queda un poco más de ajetreo para llegar al hostal. Un bus nos lleva hasta un pequeño embarcadero atravesando un antiguo asentamiento militar. Todo es un secarral, hace calor y el oscuro suelo volcánico aumenta la sensación de estar dentro de un horno. Cruzamos el estrecho canal de aguas turquesas que nos separa de la isla de Santa Cruz pagando menos de un dólar por persona y, una vez allí, decidimos tomar un taxi para ir hasta Puerto Ahora. No tenemos fuerzas para tomar uno de esos envejecidos autobuses, el trayecto dura unos cuarenta minutos. Hemos hecho bien porque Ernest también cae rendido mientras nosotros conversamos con el amable taxista para evitar que nos ocurra lo mismo.

El paisaje cambia espectacularmente. En la zona alta de la isla hay mucha vegetación, campos de bananeros, vacas y caballos. El mar y los islotes volcánicos son impresionantes. Puerto Ayora es un pueblo tranquilo de bonitas casas, nos sentimos cómodos desde el primer momento. En el puerto, tenemos el primer contacto con las increíbles fauna y flora del lugar: las paredes de lava llenas de vegetación son impresionantes pero nos sobrecoge la cantidad de animales que vemos allí mismo, en aquel lugar tan invadido por las actividades humanas. Cientos de barquitos van y vienen mientras un monton de aves diversas vuelan. Nos acercamos a los pelícanos que se nos aproximan caminando sobre la baranda para así salir mejor en la foto nocturna, los pequeños tiburones nadan refulgentes bajo la luz de las farolas del muelle y los enormes cangrejos rojos caminan por las rocas buscando donde cobijarse. Realmente estamos sorprendidos ante este espectáculo y, en ese momento, en el horizonte, surge la enorme luna llena. Es un buen presagio: la última etapa de nuestro viaje no podía empezar mejor.

Pasamos un mes en las Galápagos y fueron muchas las experiencias que allí vivimos. En estos artículos puedes seguir descubriéndolas:

Recuerda, puedes suscribirte a nuestro blog y también vernos en

Y si te gusta, comparte y así nos ayudas a difundir esta información.

Pin It on Pinterest

Share This