Las montañas hechizaban a Humboldt. No solo las exigencias físicas y las perspectivas de nuevos conocimientos. Había también algo más trascendental. Cada vez que estaba en una cumbre o un cerro, se sentía tan conmovido por el paisaje que dejaba volar aún más su imaginación. Una imaginación, decía, que aliviaba las «profundas heridas» que a veces causaba la pura «razón».
Haeckel decía que la diosa de la verdad vivía en «el templo de la naturaleza». […] Como ya había dicho Humboldt en su «brillante Kosmos«, escribió Haeckel, el arte era una de las herramientas educativas más importantes, porque fomentaban el amor a la naturaleza.
La amplitud de la perspectiva era incomparable a la de cualquier otra obra publicada. Y asombrosamente, era un libro sobre el universo en el que no se mencionaba ni una sola vez la palabra «Dios». La naturaleza de Humboldt estaba «animada por un aliento; de polo a polo, hay una vida que empapa las rocas, las plantas, los animales e incluso el pecho henchido del hombre», pero ese aliento procedía de la propia Tierra, no de ninguna entidad divina.
ANDREA WULF