Cuando planeábamos nuestro viaje a China nos sentíamos algo preocupados pues era la primera vez que visitábamos el continente asiático. Viajar un mes, por libre, por un país en el que idioma y cultura son tan diferentes puede ser una limitación para muchas personas. Para otras representa el mejor estímulo. Nosotros nos encontrábamos en el término medio: nos atraía la curiosidad pero, a la vez, sentíamos cierto miedo ante lo desconocido.
Empezamos a planear nuestro viaje con tiempo y tranquilidad. Únicamente sabíamos que íbamos a pasar las primeras noches en Beijing y que, un mes más tarde, nos esperaba un avión en Shanghái para regresar a casa. Cuando planeas un viaje, contar con amigos que conozcan el país en profundidad resulta una gran ventaja. En nuestro caso tuvimos la suerte de poder consultar a un amigo que ha vivido mucho tiempo allí y nos animó desde el primer momento a visitar el país por nuestra cuenta asegurándonos que, sin duda, encontraríamos amabilidad y facilidades.
Visitar Ping-Yao fue una de sus recomendaciones. De camino a Xi’an este pueblo aparece como testimonio de lo que fueron aquellos pueblos de las dinastías Ming y Qing, aquellos que debió conocer Marco Polo en sus viajes a Oriente. Es una ciudad antiquísima aunque su diseño actual data del siglo XIV. Su preciosa muralla cuyo perímetro recuerda a una gran tortuga, sus seis enormes puertas y sus preciosas setenta torres, son el envoltorio ideal para este lugar que en 1997 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Para llegar hasta allí tomamos un tren nocturno en la moderna y enorme Estación Oeste de la capital china. Por momentos pensamos que seríamos incapaces de encontrar nuestro andén pues los indicadores luminosos sólo mostraban en chino los destinos y tipos de tren. Los viajeros nacionales nos observaban con una mirada entre la extrañeza y la burla mientras nosotros intentábamos orientarnos ante aquellas indicaciones que nos parecían un jeroglífico indescifrable.
Finalmente conseguimos descubrir que nuestro tren nº2519 salía del andén 6 en la puerta 9 a las 19:43 horas. Como siempre ocurre en China, había muchísima gente esperando pero por gracia de su «sistemática cultura ancestral», todos subimos organizadamente al larguísimo tren y nos ubicamos en nuestras literas. Los vagones eran amplios, las camas cómodas y limpias. Atestados de gente, el ambiente en los vagones era agradable. Familias que viajaban con sus niños, algún que otro turista, todos parloteaban sin cesar.
El viaje duró doce horas y llegamos a la estación cuando aún la humedad de la mañana refrescaba el ambiente en aquella polvorienta ciudad. Nos alojamos en el albergue Tian Yuan Kui en la calle Qin Ming. Las habitaciones mantenían el encanto de la antigua casa donde nos alojábamos, las inmensas camas algo elevadas y muebles bellamente decorados.
Nos sentimos fascinados por las calles adoquinadas de la ciudad. Era tan bonita y genuina, tan agradable por su arquitectura donde la arcilla y la madera de color negro propiciaban un ambiente solemne. El contraste con los faroles y otros adornos de color rojo creaban una imagen elegante y tradicional. De pronto te sentías llevado a un espacio bellísimo, pero también íntimo y asfixiante, en el que vivían las mujeres protagonistas del mundo que aparece retratado en películas como La linterna rojade Zhang Yimou (1991).
El mundo transcurre lentamente en Ping-Yao. En los diversos talleres se siguen desarrollando oficios al modo tradicional. Los pequeños puestos de verduras aparecen aquí y allá. Los ancianos se encuentran a charlar en las puertas de las casas o a jugar a las damas en las aceras. Los niños juegan libres y recorren las calles en sus viejas bicicletas. Por la noche, los farolillos rojos iluminan tenuemente las calles y la gente se recoge a sus casas a descansar.
El negocio de los tejidos en el siglo XVIII hizo prosperar a los habitantes de esta ciudad. Aquí surgieron los primeros tongs o bancos en la antigua China. Hay gran cantidad de templos, museos y casas históricas que dan testimonio del esplendor económico de esta ciudad.
Los habitantes de esta región no hablan chino-mandarín sino otra variedad llamada jin. Es una de las cosas que más te llaman la atención en aquel inmenso país: la enorme diversidad cultural que existe y que, por desgracia, desde el poder dominante se lleva siglos queriendo eliminar. La situación más alarmante se ha producido en el Tibet pero hay ejemplos en todo el territorio chino que son realmente preocupantes. Es una de las lacras de la humanidad, la necesidad que el poder experimenta por impedir las manifestaciones culturales y lingüísticas de otros habitantes. Esto no es más que consecuencia de su ignorancia y escasa sensibilidad y, sin embargo, está provocando una gran pérdida de diversidad cultural en la humanidad.
A las afueras de la ciudad se encuentra el monasterio budista más antiguo del país: Shuanglin. Llegar allí fue divertido, montados en un remolque arrastrado por un cacharro que emitía gases pestilentes y cuya velocidad era menor que nuestro caminar. En aquel momento el estado de los edificios era algo deplorable pero mantenía su encanto y solemnidad. Las estatuas en terracota de los guardianes y de buda pintadas aunque decoloradas eran de una llamativa expresividad. Los detalles en la construcción y los elementos históricos otorgan a este lugar un valor incalculable. Algunas personas rezaban, colocaban barritas de incienso o limpiaban los patios y jardines. Mientras recorríamos aquellos salones y patios nos fue inundando la paz reinante en aquel lugar.
De regreso a nuestro hostal nos preparamos para proseguir nuestro viaje. Sentados cómodamente en la calle, esperando el momento de partir, aprovechamos para merendar aquella maravillosa manzana caramelizada que hizo las delicias de nuestro paladar. Rebozada y frita magistralmente, bañada en caramelo ardiente, degustamos cada trocito con la inseguridad del que no está habituado a comer con palillos.
Repetimos el ritual de humedecer en agua fría cada pedazo con el fin de enfriar y cristalizar el caramelo. Memorizamos aquel sabor que aún hoy recuerdo y celebramos la buenaventura de nuestro viaje. Con este recuerdo dulce os deseo un feliz año nuevo. Hace unos días así lo celebraban en China. Comienza el año del Caballo. Suerte a todos y a seguir soñando.
Tengo un ilusionante sentido de la vida. Estoy convencida de que las personas podemos cambiar el mundo trabajando personal y localmente a través de proyecto colaborativos. Me gusta compartir con mi familia experiencias motivadoras y enriquecedoras. Y difundir algunas de ellas en este blog sobre «nuestro viaje por la vida».
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Monkey, monkey!! Take a photo monkey!!! 😉