Cuando nos preguntan sobre nuestra visita al campo de concentración de Mauthausen suele haber una pregunta ¿es un lugar al que recomendais ir con la familia? ¿a partir de qué edad?
Hay lugares que debieran estar, por siempre, fuera de todo circuito turístico. Por respeto, simplemente. Nos referimos a aquellos lugares que solo pueden visitarse cuando uno adopta una actitud reverente, propia de una peregrinación. Santuarios, cementerios, monasterios… Y, asimismo, los puntos negros de la memoria histórica, entre los cuales se cuentan los campos de batalla, las plazas públicas en las que se realizaban ejecuciones públicas o autos de fe y también -cómo no-, las prisiones y los campos de concentración y exterminio.
Unas 190.000 personas fueron deportadas a Mauthausen
Situado sobre una colina, junto al Danubio, el Campo de Mauthausen se yergue como un horrendo monumento frente al olvido de la barbarie. Activo desde el 8 de agosto de 1938 hasta el 5 de mayo de 1945, Mauthausen funcionó como campo de concentración, campo de trabajo -asociado a la cantera aledaña- y como campo de exterminio.
Se estima que unas 190.000 personas fueron deportadas a Mauthausen y a los subcampos asociados al mismo. De ellas, 90.000 perdieron la vida. La mitad en los últimos cuatro meses de actividad del campo. La mayoría fallecieron por enfermedades, congelación, inanición, inyecciones letales, maltrato o violencia. Unas 10.200 personas fueron asesinadas con gas letal.
Acceder a cualquiera de los campos de la muerte diseminados por la geografía del delirio nazi, requiere de una disposición adecuada. Es preciso prepararse para ello. Llegados a las cercanías del campo, siguiendo nuestra ruta ciclista a lo largo del Danubio, sentimos la necesidad de hacer un alto antes de acceder al recinto conservado como Memorial del Holocausto.
Reflexionando en el interior del campo de concentración de Mauthausen
Tumbados bajo un manzano, a escasos metros de la puerta de acceso, nos tomamos un pequeño descanso tras una mañana de incesante pedaleo. Un agricultor local cosechaba un campo de trigo ante nuestros ojos. Viendo la rapidez y la eficiencia con la que la cosechadora segaba millones de espigas de grano, en apenas unos minutos, resultaba difícil no considerar que también el Holocausto fue un portento bárbaro del desarrollo técnico moderno. Nunca antes no se había ideado un mecanismo tan bien engrasado para lograr la concentración, la explotación y el exterminio de tantas vidas humanas.
La entrada al campo conduce a un primer patio de aspecto lóbrego. Pese a no ser un espacio muy grande, los muros del patio ofrecen el testimonio mudo de haber recibido y albergado a miles de seres humanos que, sin duda, contuvieron el aliento al entrar allí, aterrados y sumidos en la más absoluta desesperación, como si estuviesen, de hecho, en la boca del mismísimo infierno.
Desde la plaza ascendimos la empinada escalera que conduce a las dependencias del campo. Era fácil imaginar los pasos pesados y vacilantes de los exhaustos prisioneros traídos hasta allí desde todos los rincones de Europa para ascender torpemente por la escalera, bajo la mirada gélida e impávida de los guardias apostados en los muros y torres del campo.
Diseñado con una mentalidad macabramente funcional, el campo estaba pensado para albergar al mayor número posible de trabajadores y para reducir al máximo los costes derivados de tal concentración elevadísima de mano de obra. Hacinados en barracones insalubres, los prisioneros pasaban las noches maldiciendo su desgraciada suerte y tratando de recomponer física y anímicamente su maltrecha e indigna existencia, después de una agotadora jornada de trabajo en la cantera.
Frente a los barracones, un conjunto de sólidas construcciones albergaban las dependencias reservadas para aplicar, de forma rigurosa, metódica e inhumana, la tristemente célebre “Solución Final” a todos aquellos prisioneros que, por su edad o estado de salud, no eran aptos para el trabajo que justificaba su existencia a los ojos de aquel régimen horrendo.
Recorrimos conmovidos y en silencio el patio de los fusilamientos, la cámara de gas y el crematorio. Nos detuvimos a hojear el registro impreso de los que allí perdieron la vida. Miles de nombres, ordenados alfabéticamente. Nuestros hijos quedaron impactados al descubrir en aquella lista sus propios apellidos. Hubo en Mauthausen 4.427 prisioneros españoles, de ellos 385 fueron valencianos.
Mucho se ha escrito sobre el horror del Holocausto. Nada podemos añadir nosotros. De entre los múltiples testimonios de las víctimas que lo padecieron, nos quedamos con las palabras de Viktor Frankl: «Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles un mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades -la elección de la actitud personal que debe afrontar ante el destino- para decidir su propio camino.»
Para los que no vivimos aquello, afortunadamente, las palabras de Primo Levi nos recuerdan que nada de aquello nos debe ser ajeno y que, al respecto, tenemos una obligación:
Si quieres saber más y preparar tu visita, puedes consultar la interesante página web del Memorial de Mauthausen donde además puedes escuchar la audioguía en castellano y otros idiomas que tienen disponible con una aplicación.
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Tengo un ilusionante sentido de la vida. Estoy convencida de que las personas podemos cambiar el mundo trabajando personal y localmente a través de proyecto colaborativos. Me gusta compartir con mi familia experiencias motivadoras y enriquecedoras. Y difundir algunas de ellas en este blog sobre «nuestro viaje por la vida».
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