Cuando W.S. Bodey llegó a Sierra Nevada en 1859, procedente de Poughkeepsie (Nueva York), sólo era uno más de los miles de aventureros y buscavidas que habían llegado a California desde el inicio de la Fiebre del Oro iniciada exactamente diez años antes. A diferencia de otros muchos, Bodey tuvo, en apariencia, un golpe de suerte, al hallar un filón de oro en las crestas que se levantan al norte del Lago Mono. Sin embargo, como el Rey Midas, su aparente suerte pronto se trocó en desgracia cuando una ventisca de nieve acabó allí mismo con su vida.
No fue hasta veinte años después cuando su cuerpo fue recuperado. Por entonces, en aquel mismo lugar, el oro había empezado a atraer a una multitud que había fundado una ciudad que llevaba el nombre de aquel pionero -ligeramente transformado, como “Bodie”-, cuyos huesos daban testimonio de la suerte que había corrido. Sus huesos fueron enterrados en algún lugar de la colina que había sido convertida en cementerio.
“Existen casas en todo el mundo cuyas habitaciones vacías nunca podrán volver a ocuparse…” (Bret Harte, “Los argonautas del 49”).
Hoy en día, Bodie, la ciudad, se yergue aún, abandonada y desolada, en aquella cima inclemente de la ambición humana. Conservada por las autoridades estatales como una especie de parque temático de la Fiebre del Oro, Bodie es, en realidad, un poblucho de mala muerte, con edificios ruinosos y casas desvencijadas, en la cima de un monte pelado, horadado por las perforaciones de las más de treinta minas que llegaron a abrirse en sus alrededores. Fuimos a visitar Bonie una tarde de nuestro viaje por California.
La ciudad contaba en su época con dos calles principales en forma de cruz que aún son reconocibles. La Green Street, una calle que empieza al norte, con la Iglesia Metodista y en la que también se encuentra la escuela y la casa del médico local, y la Main Street, por la que se accedía a la ciudad, y en la que el visitante aún halla los restos de construcciones con mucha historia, como la Oficina de Correos, el Independent Order of Odd Fellow Lodge, el Miners Union Hall, la morgue, la gasolinera, la estación de bomberos, varios hoteles y comercios, el Masonic Hall o el Banco.
Nada más entrar en la ciudad, por esta última vía, se encuentra el Murder Site, un lugar sin vestigio alguno, pero una historia virulenta. Allí precisamente fue asesinado Thomas Treloar, un vecino de Bodie, por Joseph DeRoche, el amante de su mujer, tras un baile al que había asistido el primero en el Miners Union Hall, situado a pocos metros en la misma calle. DeRoche fue detenido y custodiado en la cárcel, situada en King Street, al final de la Main Street. El acusado consiguió escapar, sin embargo, a las pocas horas. Pero fue recapturado dos días más tarde por un ayudante del sheriff y colgado por el célebre Comité 601 -al parecer el encargado de estos menesteres en la zona-, en el mismo lugar en el que él había asesinado a Treloar.
Según algunas estimaciones, Bodie llegó a tener hasta 10.000 habitantes en la época del boom, entre 1877 y 1881. Se calcula que de las minas de Bodie llegó a extraerse oro por el valor de 100 millones de dólares. En esa época, la ciudad ofrecía toda clase de servicios a la avalancha de mineros que llegaba día tras día, en sus más de 60 saloons y hoteles, sus prostíbulos en Bonanza Street y sus salones para fumadores de opio en el barrio chino de la ciudad.
La visita resulta fascinante en muchos sentidos, a pesar de lo decadente del lugar. Especialmente permite hacerse una idea bastante clara -a pesar de lo sórdido y lúgubre del lugar- de cómo era la vida de estos pioneros de la colonización minera, una extraña mezcla de hombres de negocios emprendedores y sinvergüenzas desalmados. La historia de las familias que se asentaron en Bodie sobrecoge, por lo apartado e inhóspito del lugar. La vida de mujeres venidas hasta aquí y de los niños que vinieron al mundo en este pozo de escoria parte el alma, por las privaciones y los gélidos inviernos que debieron pasar, en muchos casos, incluso para los que la fortuna les deparó una jaula de oro.
En su momento de auge, Bodie debió ser una pequeña Babel, pues hay constancia de residentes de Italia, Irlanda, Inglaterra, México, Francia, Alemania, Canadá y muchos otros lugares. En el censo de 1880 aparecen 16 afroamericanos, registrados en oficios varios, como peluquero, camarero, cocinero, lavandero o minero. Los 253 chinos censados tenían su propio barrio, con sus célebres comercios y lavanderías, a parte de sus salones para fumadores de opio y su templo taoista. Los 35 nativos Paiutes ejercían trabajos diversos en las minas y sus mujeres trabajaban como asistentes domésticas.
Más allá de la cárcel, se encontraba el barrio de Maiden Lane y Virgin Alley, donde ejercían prostitutas como Beautiful Doll, Rosa May, Emma Goldsmith, Nellie Monroe, French Joe y otras mujeres que ganaron allí su porción de oro en la montaña de inmundicia y desechos humanos en la que se estaba convirtiendo Bodie.
Pasear por este pueblo fantasma, curiosear por las ventanas de las casas abandonadas, vagar como un espíritu errante por estas calles desiertas, antaño animadas y bulliciosas, produce en el visitante, al mismo tiempo, una extraña confusión de sentimientos de asombro y de vergüenza ante ese carácter rastrero, ruïn y pedigüeño que ha ensombrecido a la humanidad, tan a menudo, en su historia.
Para quién no pueda llegar hasta aquí para contemplar con sus ojos este escandoloso testimonio mudo que es Bodie State Historic Park, tal vez no haya nada mejor que los Cuentos del lejano oeste, de Bret Harte, quien describió con insuperable maestría literaria la truculenta existencia de los pioneros y colonos de la naciente California. Vale la pena, de verdad.
En el silencio de la naturaleza disfruto de caminar, observar y escuchar. De ello me nace el pensar, y la necesidad de escribir o dibujar. Mis otras pasiones son la lectura y la enseñanza como destreza comunicativa, al estilo socrático. Viajo en familia: el descubrimiento, la convivencia y el aprendizaje son los ejes de esta experiencia irrenunciable.
Comentarios recientes