EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

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EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA

Talimeoat era un indio que se hacía querer, y yo pasaba muchas horas con él. Un sereno atardecer de otoño, poco antes de que mis negocios me llevaran a Buenos Aires, caminábamos cerca del lago Kami. Estábamos justo sobre el nivel más alto de los árboles, y antes de descender al valle, descansamos sobre la loma verde. El aire estaba fresco pues los días ya se acortaban, y con la atmósfera tan clara y serena era evidente que caería una fuerte helada antes del amanecer. Algunas nubes como irisadas de plumas plateadas rompían la monotonía del cielo verde pálido, y el bosque de lengas, que cubría las escarpadas orillas del lago hasta el borde mismo del agua, no había perdido aún su brillante colorido de otoño. La luz crepuscular daba a las lejanas cadenas de montañas un tinte purpúreo imposible de describir o pintar.

Talimeoat y yo contemplamos largo rato y en silencio los sesenta y cinco kilómetros de colinas cubiertas de bosques que se extendían a los largo del lago Kami, envueltos e los tintes del magnífico crepúsculo. Yo sabía que él buscaba en la distancia cualquier señal de humo de los campamentos amigos o enemigos. Luego se sentó a mi lado y olvidó su vigilancia y hasta mi propia presencia. Yo, al sentir el frío de la tarde, estaba a punto de proponerle que nos pusiéramos en marcha, cuando exhaló un profundo suspiro y dijo para sí, en voz queda, y con el acento que solo un ona puede dar a sus expresiones:
– Yak haruin! (¡Mi tierra!)
El suspiro que precedió a estas suaves palabras, tan poco usuales en un ona ¿lo motivaba a caso la visión de un futuro, no muy lejano, e que el cazador indio ya no recorrería la soledad de los bosques, la leve columna de fuego de sus campamentos habría sido reemplazada por la chimenea de los aserraderos, y las potentes máquinas y las ruidosas sirenas alterarían para siempre el secular silencio?
Si tales eran sus pensamientos, yo simpatizaba enteramente con él; impotente para detener la invasión inevitable de la civilización, decidí hacer todo lo que estuviera a mi alcance para suavizar el golpe. Me iba a Buenos Aires, pero volvería, no a Ushuaia o a Harberton, o a Camaceres, sino a Najmishk, en el corazón de la tierra ona, donde podía ayudar a los dueños primitivos de la tierra, a quienes yo podía llamar con orgullo mis amigos.

E. Lucas Bridges

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Publicado el

26 febrero, 2016

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