…abandonamos dos cosas:en primer lugar la idea de que el pequeño era una especie de usurpador de nuestros derechos privados y, en segundo lugar, la teoría de que como educadores del niño debíamos regular, sistemáticamente y a tiempo, sus ganas de moverse y su curiosidad, basándonos en las opiniones fijas de los adultos e intentando encauzar ambas cosas en canales seguros.
En cambio, el mundo de su hijo: un ritmo de vida que, en gran parte, carece de sentido del tiempo, y que está absolutamente dirigido hacia la experiencia del momento, la necesidad de estar permanentemente en movimiento, de coger algo, de hacer ruidos, de probar algo nuevo; un hacer carente de finalidad, que sale del puro impulso de actividad, que parece que él mismo es la finalidad; una repetición inexplicable de acciones aparentemente sin ninguna utilidad: una incapacidad bastante habitual de captar las necesidades de los otros, especialmente de los adultos. Y además, la fuerte voluntad del niño de conseguir, de algún modo, aquello que él parece que siente somo necesidad interna y que, a menudo, el adulto no comprende.
También las herramientas que manejan los adultos y los niños son durante sus primeros años de vida muy distintas: el adulto trabaja con símbolos que son incomprensibles para el niño. Por contra, el niño se expresa a través de juegos que el adulto raramente comprende y constituyen un mundo en el que casi nunca le atrae penetrar. El adulto es un maestro sirviéndose de muchos objetos, de máquinas complicadas cuyo uso acostumbra a ser peligros o incomprensible para los niños y, siempre les atrae de forma mágica. El niño, en cambio, se siente en casa en un mundo de fantasía que al adulto le parece infantil o incluso peligroso. El adulto se siente a gusto con las abstracciones y las explicaciones lógicas con las que, muchas veces, aturrulla a sus hijos. Los niños, en cambio, necesitan ocasiones en las que a través de su propia actividad pueda sacarle a las cosas sus secretos y hacer sus propios descubrimientos.
Rebeca Wild