Esta mañana Rubén, nuestro anfitrión, nos acompañó temprano al Pukara de Quitor, una antigua población fortificada que se levanta sobre un cerro que hay a las afueras de San Pedro. Sus orígenes se remontan a hace casi mil años, cuando los pobladores atacameños sintieron la necesidad de dotarse de una infraestructura defensiva, por vivir en una época de creciente hostilidad.

Posteriormente, esta ciudad fue ocupada por los incas, cuando extendieron su imperio hasta estas tierras, allá por el siglo XVI, justo un poco antes de que llegasen a esta región los primeros conquistadores españoles. Diego de Almagro, primero, y luego Pedro de Valdivia y Francisco Aguirre, trataron, sin éxito, de asaltar este enclave defensivo estratégico.

Restos arqueológicos de Pukara de Quitor

Finalmente, los dos últimos, ayudados por los indígenas que vivían sometidos los incas como esclavos, lograron hacerse con la ciudad fortificada. Entonces fue cuando los conquistadores estimaron necesario someter a la comunidad atacameña a un castigo ejemplarizante, dada la belicosidad demostrada por a misma y para sofocar, definitivamente, cualquier atisbo de resistencia al dominio español: tomaron a trescientos de los más destacados lugareños, guerreros y notables, y los decapitaron, para, a continuación, plantar sus cabezas sobre otras tantas estacas en la cima del Pukara de Quitor. Desde aquel día, esta ciudad se conoce también como la «ciudad de las cabezas».

Esta historia nos ha dejado con mal cuerpo, como es lógico. Por suerte, caminando por el Pukara de Quitor, nos hemos topado con una placa conmemorativa que reproducía uno de los más bellos poemas de la poetisa Gabriela Mistral: «Servir». Esto ha transformado, en el acto, nuestra alma dolida, haciéndonos participar del gozo y la alegría que transmite la sensibilidad de esta mujer extraordinaria. Si a ello sumamos la fantástica vista del oasis de San Pedro, desde el mirador que se levanta junto a la fortaleza, y el alegre y sorprendente corretear de las aguas por las numerosas acequias de riego, no es extraño que nuestro estado de ánimo haya mudado radicalmente.

Vistas del volcán Licancabur desde el Pukara de Quitor

A partir de ese momento, todo nuestro día en San Pedro ha sido una delicia: la comida casera de Carmen, los juegos y los bailes de los niños con la música que interpreta para los turistas un trío de atacameños… Ernest, por ejemplo, estaba tan radiante que se ha puesto a pintar en su cuaderno una «máquina de la felicidad», como él la llama. Según su explicación, todo el que se acerque a ella y accione sus palancas empezará a reír sin remedio y no habrá nada que pueda hacer por evitarlo hasta que haya pasado un buen rato. Para acabar el día, y antes de volver a nuestro refugio en Coyo, hemos disfrutado de un sabroso helado artesanal… Un día redondo, en fin.

Nuestra heladería preferida en San Pedro

Mientras escribo el cielo está plagado de estrellas y la Vía Láctea atraviesa el firmamento. Podría deciros que la noche es oscura pero no es así: hay tantas estrellas que, a pesar de no haber Luna, el desierto de Atacama está iluminado. Hace frío pero ha parado el viento que cada tarde, al ponerse el sol, sopla desde el oeste. El olor a tierra, a polvo, a arena, se mete en nuestra nariz. La Osa Mayor asoma por el horizonte, allá por el norte, pero dada la vuelta, aquí parece que «el cazo» esté derramando su contenido.

Ésta ha sido una semana muy tranquila. En algunos momentos, para mí, aburrida… ¡Todo el desierto de Atacama por descubrir y nosotros encerrados en el Ayllu de Coyo! Los niños felices con sus juegos y Pau en su salsa, sin prisas, sabiendo que esta semana que mañana empieza nos desbordará de actividad.

Dibujando en las costras de sal en el cauce del río San Pedro

Quizá por el hecho de estar aburridos y por tener una buena conexión a Internet, hemos estado más pendientes de lo que pasa en nuestro país. Además de dedicarnos a organizar la estancia en las Galápagos, hemos seguido las noticias, hemos visto algunos programas como el que Salvados dedicó en febrero a la educación… Hemos pensado mucho en cómo estarán nuestros compañeros y amigos. El curso se termina, un curso duro, largo, un curso de desgaste y de falta de expectativas estimulantes.
Estamos lejos de todo pero llevamos en nuestra mochila el peso de nuestra vida, de la realidad a la que regresaremos dentro de seis semanas, justo cuando los alumnos salgan de las escuelas para descansar en verano. Y, desde aquí, intentamos pensar con ilusión en nuevos proyectos con los que afrontar nuestro trabajo. Sabemos que será difícil, pero no nos falta la ilusión, porque sabemos que la educación, parafraseando a Arquímedes, es la palanca que moverá al mundo y lo sacará del hoyo en el que ha caído.

Dibujos efímeros en las costras de sal

Con esa ilusión hemos pasado esta semana aquí. Buscando estrategias para compensar la falta de recursos. Haciendo pan y bollos a falta de una panadería, pintando en los costrones de sal cuando el papel se queda estrecho, reflexionando entre nosotros ante las dificultades para comunicarnos con nuestros esquivos anfitriones y aprendiendo de la espontaneidad y y el saber-hacer de los niños, a los cuáles nunca les faltan ni la alegría ni las ganas de vivir. Para ellos, cada día es una nueva oportunidad para jugar, para reír, para crecer y aprender, para reclamar y exigir, para hacerse respetar, para luchar por ser ellos mismos y para descubrir la complejidad y la riqueza qué supone el encuentro con los otros y, en definitiva, para disfrutar de este maravilloso mundo en el que vivimos. El desierto de Atacama nos da la oportunidad de pensar, y mucho.

Nuestra firma en las costras de sal

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