Viajar es una experiencia fantástica pero también difícil en muchos momentos. En la vida es importante elegir bien a los amigos, personas que te permiten ser mejor, que te permiten conocerte en profundidad y descubrir otros horizontes. Pero aún es más importante elegir un buen compañero de viaje, sobre todo, si uno ha decidido ser su propio guía, organizar el viaje, los destinos, los alojamientos, las actividades… Cada persona tenemos sensibilidades diferentes y éstas afloran mucho más al viajar. Pero aún puede complicarse más la cosa si la decisión ha sido viajar con niños.

Como en la vida misma, un buen padre es fundamental. Y ese es Pau, una gran compañero de viaje, con quien es fácil reflexionar y elegir las particularidades de la aventura, pero además un hombre con recursos para atender a los niños en situaciones imprevistas, en momentos de espera demasiados largos, que es capaz de dar de comer o de llevar a los niños a la cama y que aún tiene energía para conversar con su compañera cuando el día ya se termina.

Pues sí, con este compañero de viaje hoy habíamos decidido hacer una escapada a Tenaun, al noreste de la isla de Chiloé. Por recomendación del Sr. Luis íbamos a pasar la noche allí, en casa de la Señora Mirella. Debíamos tomar tres autobuses haciendo parada en Castro y Dalcaue. Aunque teníamos prisa por salir de Rucachelin, la conversación con Luis y Lucía en el desayuno era tan agradable que costaba levantarse de la mesa y por poco perdemos el primer bus.

Dalcaue: el pueblo del mercado

En Dalcaue había un mercado de artesanía en la calle y mucho ambiente. Hemos visitado la iglesia, el puerto y preguntado dónde coger el último bus… Pero todas las informaciones eran contradictorias: horarios diferentes y diversos lugares donde esperar. ¿Qué hacer? Hemos decidido no perder tiempo y buscar cuanto antes el bus. Los niños empezaban a estar cansados, era la una de tarde. Hemos comido unas empanadas y nos hemos puesto a buscar. Pero hemos llegado a Castro sin problemas y enseguida hemos subido al siguiente bus en la agitada terminal de autobuses rurales. Se notaba que era domingo, a diferencia del primer día que estuvimos, hoy estaba bastante tranquilo pero el trasiego de gente era constante.

En la supuesta parada hemos estado más de una hora pero no ha habido suerte. Al ser domingo, todo era confusión. Menos mal que estábamos junto a la sede de los bomberos y Pau les ha entretenido pacientemente. Después yo me he puesto a dibujar con ellos y, entonces, nos hemos planteado la opción de «hacer dedo». Y ahí se ha puesto Pau. Debíamos dar pena con los dos niños y no hemos tenido que esperar mucho, aunque sólo nos han llevado hasta las afueras del pueblo, a la carretera de Tenaun, nos han dicho que aquí es habitual hacer autostop, pero que quizá pasase un bus…

Pero nada… Hacía mucho calor, cobijados en la parada íbamos sacando la mano… Ha parado gente pero no viajaban hasta allí… Empezábamos a desesperar… Los niños cansados. Con cariño y paciencia, así hemos esperado y finalmente una familia nos ha traído hasta un camino a dos kilómetros pueblo. Nuevamente en la cuneta, junto a una polvorienta pista de tierra y esta vez con los niños profundamente dormidos al brazo.

En fin, un día agotador, cansado y en ciertos momentos desalentador pero finalmente, ha valido la pena: el lugar era fantástico. Como siempre, estos días aparentemente perdidos, ofrecen experiencias que te ayudan a valorar mucho más lo que significa la convivencia con tu compañero de viaje y a confirmar que hiciste una buena elección.

Hemos esperado unos cinco minutos y nos han vuelto a parar. ¡Ésta era la definitiva, iban a Tenaun! Un viaje corto en medio de los montes más agrestes de la isla y hemos llegado. Cuando me han preguntado  dónde queríamos parar, les he dicho que íbamos a casa de Mirella y ha resultado, entre risas, que ellos también. Hemos atravesado la única calle del pueblo y pasado por la preciosa iglesia. Cuando hemos aparcado frente al jardín, resulta que la señora que iba sentada a mi lado y reía jobialmente era la misma Mirella!!!

Tenaún: el pueblo de la iglesia azul

Hemos pasado 24 horas escasas en Tenaun y nos hemos quedado con ganas de más. Es un lugar que ofrece todo lo necesario para un retiro íntimo y acogedor. Déspues de descansar y recuperar fuerzas, hemos aprovechado para conocer el pueblo y sus alrededores.

La familia de Mirella es encantadora,  nos ha ofrecido en todo momento todo lo necesario para hacer que nuestra estancia haya resultado estupenda. La habitación perfecta, la comida buenísima, las vistas del mar bien lindas… La guía LonelyPlanet dice que hay dos motivos para visitar este pueblito: su iglesia y la Señora Mirella. Eso es cierto, pero según nuestro criterio hay algunas más: las vistas de los Andes y sus volcanes nevados sobre los que sale el sol, la paz del lugar, las vecinas islas como la Mechuque, el pescadito y las ciruelas, las agradables conversaciones…

Nada más llegar tumbamos a Ferran en un sofá para que continuase durmiendo su siesta. Ernest desapareció porque se fue a jugar con Lucas, el niño pequeño de la familia.  A nosotros, Mirella nos puso un té y una empanada de manzana en la mesa de la cocina. Estuvimos hablando un buen tiempo mientras degustábamos el dulce casero. Después nos fuimos a pasear por la playa de pequeños cantos oscuro mientras ella nos preparaba la cena.

Por la noche dormimos como lirones y hemos desayunado con la familia mientras la luz de la mañana entraba en la cocina. Desde mi silla veía el manzano lleno de fruta en el jardín, el mar y los pequeños barcos de madera balanceandose en el mar sereno. Esta visión nos llevó a evocar nuestra casa de Campello y a pensar en aquellas mañanas de septiembre que desayunamos mirando al mar. Sentimos añoranza, son muchas las cosas que echamos de menos…

Isla de Mechuque: navegamos desde Tenaún

Hemos navegado a la isla Mechuque acompañados por Javier, uno de los hijos mayores de Mirella. Casi una hora de navegación atravesando el Canal Quincavi para llegar a un pequeño poblado de pescadores y agricultores. Como la marea estaba baja, desciende unos cuatro metros, todas las ensenadas estaban vacías y los palafitos de las casas podían observarse completamente. Aprovechando las horas de marea baja, algunos hombres se afanaban en colocar estacas y troncos allá donde iban a construir o ampliar una casa – los métodos de construcción en este país merecen un escrito a parte.

Hemos paseado sin prisas por este tranquilo lugar y regresado para el almuerzo. En la travesía hemos visto pingüinos y unos delfines han nadado junto a nosotros unos metros. Hemos comido ensalada de centollo, unas increíbles patatas cocidas y unos «pegereyes», pescaditos limpios y rebozados en huevo y harina riquísimos. Una maravillosas ciruelas del huerto de la casa han servido para culminar la excelente comida.

Tras un breve descanso hemos ido a esperar el polvoriento autobús a la puerta de la iglesia. Iniciamos así nuestro regreso a Chonchi por la pista de tierra gris salpicada de humildes casas. El viaje ha sido relativamente rápido y, como ya vamos conociendo los vericuetos de la red de buses rurales, evitamos un trasbordo. Lo que sí hemos debido soportar es el viaje hasta el camino de Rucachelín en un bus atestado de pasajeros. Ferran, a pesar de no saber mucho de ésto sentía la incomodidad del viaje y no paraba de decir: «Tanta gente mamá, tanta gente» (léase «tanta» por «cuánta»).

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