Esta mañana amaneció nublado, lo cual era perfecto, ya que teníamos por delante un largo día al aire libre y el incisivo sol ecuatoriano empieza a amedrentarnos. Nos habíamos propuesto realizar una excursión a Tortuga Bay, situada a cierta distancia de Puerto Ayora, así que partimos temprano con paso decidido. A las afueras del pueblo hemos ingresado en el fabuloso sendero gestionado por la administración del Parque.

Todo el camino discurre envuelto por una densa vegetación, entre la que destaca la presencia de los característicos cáctus que crecen en la zona. El terreno es, en su mayor parte, abrupto, por estar sembrado de rocas volcánicas que sirven de refugio a un sin número de lagartijas. A lo largo de nuestro paseo hemos encontrado diversas especies de aves, como el cucuve, el canario propio de estas islas o alguno de los diversos pinzones que las habitan.

Los niños han hecho todo el sendero a pie, cargados con sus mochilas, corriendo alegremente arriba y abajo, atendiendo al trazado del sendero y a las irregularidades y sinuosidades del terreno. Su jolgorio se asemejaba al de los pajarillos que trinaban desaforadamente a nuestro alrededor a la vez que saltaban de una rama a otra o mientras pasaban volando ante nuestas propias narices.

Disfrutando del paseo hacia Tortuga Bay

Tras el paseo hemos llegado a la primera playa. Era una playa larga, blanquísima. Por desgracia, hoy era azotada por un fuerte oleaje, tal como nos habían advertido. Así que seguimos la recomendación de caminar hasta la segunda playa. Con todo, recorrer la larguísima lengua de arena ha sido un placer. El nombre de Tortuga Bay proviene del hecho que este lugar es frecuentado por las tortugas marinas para desovar. Rápidamente hemos localizado algunos nidos de tortuga antíguos y nos hemos entretenido a explicar a los niños cómo hacen las tortuguitas para volver al océano. Ernest se ha divertido mucho, además, persiguiendo a los veloces cangrejos fantasma, que salían corriendo apenas verlo con sus ojos saltones hasta los hoyuelos que usan como guarida en la arena.

Al final de la primera playa nos hemos encontrado con una extensa colonia de iguanas marinas. Algunas de ellas eran realmente inmensas. También hemos visto, de lejos, una esbelta garza morena. Un corto sendero nos ha permitido llegar, por fin, a la segunda playa, situada frente a una bahía de aguas tranquilas, rodeada por exhuberantes manglares.

Durante el resto de la mañana hemos disfrutado plácidamente del encanto de aquel rincón paradisíaco, sentados a la sombra de un mangle-botón y con los niños trazando sobre la arena, con sus camiones, infinitas rutas que solo sus perspicaces mentes serían capaces de seguir.   A mediodía, tras tomar un tentenpié, Ernest ha tenido una gran idea. Al final de la playa, una pareja alquilaba kayaks a los visitantes para dar un paseo por la bahía. Ni corto ni perezoso, Ernest ha proclamado, con energía, que quería navegar. Así ha sido como nos hemos montado los cuatro, siguiendo su dictado, en un pequeño y liviano kayak biplaza y nos hemos hecho a la mar.

A pesar de nuestra inexperiencia como remeros, pronto le hemos cogido el tranquillo y, así, nuestra embarcación se deslizaba rauda sobre las aguas, para júbilo y sorpresa de nuestros pequeños. Apenas habíamos avanzado un centenar de metros cuando nuestra navegación nos ha ofrecido la primera recompensa: un grupo de rayas doradas adultas -al menos una docena-, de unos noventa centímetros de envergadura cada una, nadaban tranquilamente a nuestro lado y se deslizaban suavemente por debajo de nuestro kayak, literalmente al alcance de nuestra mano. Durante unos minutos las hemos seguido, contemplando su majestuoso nado con admiración. Los niños estaban fascinados, tanto o más que nosotros.

A continuación, nos hemos adentrado con decisión en el mar, en dirección a la salida de la bahía. Las aguas se volvían profundas debajo de nosotros, por momentos, y cambiaban de color, tomando un matiz azulado. Entonces hemos ralentizado la navegación y nos hemos detenido a observar con atención la superfície del agua, con la esperanza de vislumbrar alguna tortuga marina. Éstas nadan sumergidas, por lo común, pero cada cierto tiempo ascienden a la superfície para tomar aire.

Pronto hemos empezado a ver sus cabecitas asomando ligeramente entre las suaves olas. Y, en cada ocasión, nos hemos puesto a remar fuertemente en dirección a ellas con la intención de verlas de cerca. Cuando llegábamos a seis o siete metros de ellas, cesábamos de remar y aprovechábamos el impulso para aproximarnos hasta dos o tres metros del caparazón que se asomaba. Al ver que nos acercábamos, ellas se sumergían rápidamente. Pero hemos conseguido verlas desde muy cerca. Incluso hemos estado a punto de chocar con una involuntariamente.
Ernest estaba emocionado. Y Ferran, ya sea por la emoción, por el cansancio de la caminata durante la mañana o, simplemente, por el suave balanceo del kayak, se ha dormido profundamente, quedando tendido sobre las piernas de su padre, primero, y luego sobre el charco de agua acumulada en el interior de la embarcación.

Desde lejos, sobre el fondo oceánico, las tortugas marinas parecen pequeñas, pero de cerca imponen, ya que su caparazón mide cerca de setenta centímetros y, con la cabeza, llegan a tener más de ochenta centímetros de talla. Sus resoplidos, además, son poderosos y dejan sentir con ellos su enojo si, por casualidad, te acercas en exceso.

No con poca pena hemos dejado atrás las tortugas y nos hemos aproximado al borde del manglar. Una garza morena nos vigilaba desde lo alto de un mangle. Nosotros escrutábamos el fondo marino con la esperanza de vislumbrar alguna otra criatura. De repente, hemos intuido un sutil movimiento, una silueta oscura deslizándose junto a nosotros. El leve tono blanquecino del extremo superior de las aletas dorsales nos ha permitido reconocer a la tintorera, un escualo muy común aquí, que puede alcanzar los dos metros de longitud. Éste, sin embargo, debía ser un poco más pequeño.
Con la ilusión de ver un poco mejor algún otro ejemplar, hemos continuado junto al manglar. Pero lo que nos ha sorprendido entonces ha sido la visión de un tiburón dando un salto enorme y girando en el aire todo su cuerpo en forma de tirabuzón a unos doscientos metros mar adentro. Aunque es difícil decirlo, por la distancia, es probable que se tratase de un adulto de dos metros de longitud.

Sin pensarlo dos veces, hemos ido para allá, esperando verlo otra vez. Pero estos escualos nadan a gran velocidad. Es imposible ir tras ellos. No obstante, al poco rato hemos visto saltar otro a cien metros de nosotros. Siendo absurdo perseguirlos, hemos optado por esperar a que se mostraran, según su capricho.   Ernest estaba un poco asustado y, mientras, Ferran seguía profundamente dormido. Poco a poco hemos vuelto junto al manglar. Ernest quería ver algún tiburón en aquella parte en la que el fondo se veía mejor a través del agua. Entonces, a unos quince metros de nuestro kayak, el tiburón ha dado un gran salto por el aire para meterse de nuevo en el agua con un gran «splash!». Realmente ha sido impresionante.

Ya en casa, los dibujos de Ernest recuerdan su experiencia

Satisfechos con nuestra travesía, hemos desembarcado. Tras devolver el kayak, hemos vuelto a la playa. Ferran dormía y Ernest jugaba. La tarde avanzaba y la marea subía. Una veintena de rayas han hecho las delícias de los turistas, acercándose a pocos metros de la orilla. Después, hemos recogido nuestras cosas y hemos deshecho el camino andado durante la mañana. Al llegar a casa todos estábamos exhaustos -menos Ferran-, pero contentos, muy contentos.
Estas islas sorprenden, definitivamente. Y aunque tratamos de transmitir nuestras sensaciones, nos da la impresión que las palabras son pobres para plasmar la riqueza que entraña esta experiencia. Ahora, por ejemplo, Ernest dibuja el fondo del mar, con tiburones, rayas y tortugas. Un nuevo mundo, lleno de vida, se ha abierto para su mente. Es algo maravillosamente extraordinario.

Pasamos un mes en las Galápagos y fueron muchas las experiencias que allí vivimos. En estos artículos puedes seguir descubriéndolas:

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