Ayer llegamos a nuestro alojamiento atacameño en el Ayllu de Coyo para los próximos quince días. Es sorprendente cómo hay lugares en los que fácilmente te sientes como en casa. Éste es uno de esos lugares, sin duda. El alojamiento en sí es sencillo: unas pocas chozas de adobe con techos de cañas, cubiertos con algún tipo de gramínea de la zona. Pero Rubén, su propietario, ha procurado incorporar algunas mejoras para hacer más confortable la estancia a sus inquilinos.

El entorno, la verdad, lo hace muy agradable, ya que se encuentra enclavado en el Ayllu de Coyo, una especie de oasis en medio del polvoriento desierto de Atacama a 7 km de San Pedro. Pasar las horas más calurosas a la sombra de las acácias resulta tan placentero… ¡Quién lo diría viendo sus minúsculas hojitas!

Días de juegos y relax en nuestro alojamiento

Este oasis debe su existencia al río San Pedro que, aunque ya no lleva agua, mantiene húmedo el subsuelo de la zona, permitiendo la supervivencia de la capa de vegetación superficial. Aprovechando estas condiciones el lugar ha sido habitado de forma permanente al menos desde hace tres mil años. En la actualidad, unas pocas familias indígenas lo habitan dispersos por el oasis, conformando la comunidad de Ayllu de Coyo, encargada de gestionar el importantísimo yacimiento arqueológico de la Aldea Tulor.

Jugando en el río San Pedro

Antes de la puesta de sol, salimos a pasear junto al cauce húmedo donde las arcillas color chocolate se entremezclaban con los costrones blancos de sal. Ferran y Ernest enseguida se lanzaron a jugar con el barro atraídos por las enormes placas de arcilla cuarteadas. Disfrutamos enormemente con la puesta de sol, la visión de las dunas lejanas y de la Cordillera de la Sal.

Visitando a nuestros vecinos del Ayllu de Collo

Esta mañana hemos salido a pasear por el Ayllu de Coyo con el simple propósito de ir familiarizándonos con nuestro entorno. Caminando, caminando, hemos llegado hasta el sitio arqueológico de la aldea Tulor (800 a.C. – 500 a.C.). Mientras almorzábamos, Luisa nos ha explicado multitud de detalles sobre la vida de sus antepasados, sus métodos constructivos, su cultura, su lengua -el cusna- y así hemos pasado una hora entrañable con ella.

El sol ya estaba alto pero no hemos renunciado a visitar las ruinas casi enterradas de la antigua villa. La brisa aún era fresca y nos hemos sorprendido al descubrir el mismo tipo de enormes matorrales que cubren los descampados secos en nuestra tierra. Era casi mediodía cuando nos hemos despedido de Luisa y hemos regresado a casa llevando a los niños «a caballito» pues ya estaban demasiado cansados para caminar por el Ayllu de Coyo. Como consecuencia de este último paseo, la siesta de la tarde en nuestra fresca habitación, ha sido más que merecida.

De camino a la Aldea Tulor

Algunas mañanas, decido salir a dar un paseo. Suele ser temprano, sobre las ocho de la mañana, los días amanecen espléndidos, como siempre aquí, y anuncian jornadas calurosas de sol implacable. Es necesario aprovechar las primeras y las últimas hora del día para pasear y después cobijarse bajo las acacias.

Durante el corto paseo hasta los costrones de sal que hay junto al Ayllu de Coyo tomas conciencia del agotamiento al caminar. Suelo ir a paso lento pero la falta de oxígeno limita mi ritmo. Estamos a más de 2.000 m.s.n.m. Nuestros huesos deben estar trabajando intensamente para producir los glóbulos rojos con los que compensar esa deficiencia.

Detalle de las reconstrucciones realizadas en el sitio arqueológico de la Aldea Tulor

Estamos en periodo de adaptación, dejando que nuestro cuerpo se aclimate al lugar. La próxima semana queremos hacer varias actividades que nos obligarán a estar al sol la mayor parte del día, a subir a más de 4.000 metros de altitud y a madrugar por la mañana cuando las temperaturas rozan los 0ºC. Ésto nos supondrán un importante esfuerzo y queremos disfrutarlas con las menores limitaciones posibles.

Nos gusta pensar que la vida en sí es un permanente ejercicio de adaptación. Constantemente debemos prepararnos para los cambios y desafíos que han de venir, ya sea, el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser querido, cambiar de trabajo, aceptar una vida en soledad, asumir que nos hacemos mayores, lidiar con una enfermedad…

Una puesta de sol en el río San Pedro

En gran medida, nuestro viaje es una de estas vivencias de adaptación. Viajar despacio era nuestro proyecto, vivir tranquilos y pensar en cada paso que damos, es la única forma que se nos ocurre de disfrutar el presente y anticiparnos, conscientemente, al futuro. Esto es, asumiendo con plena conciencia que somos vulnerables. No pretendemos controlarlo todo, a lo sumo aprender a dominar nuestros temores e incertidumbres y así saber adaptarnos a los cambios.

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